“Estados Unidos debe ponerse duro con China. Si no lo hace, China continuará robando a Estados Unidos y a las empresas estadounidenses su tecnología y su propiedad intelectual. También seguirá utilizando subsidios para dar a sus empresas estatales una ventaja injusta y una ventaja para dominar las tecnologías e industrias del futuro”.

“Hay que defenderse de la subversión rusa y erradicar las redes de influencia maligna del Kremlin”.

Aunque parecieran advertencias propias del presidente Trump, estas palabras pertenecen a Joseph Biden, presidente electo de los Estados Unidos, y forman parte de artículos publicados en la prestigiosa revista “Foreign Affairs” en 2020 y 2018, respectivamente. Por demás, son categóricas en relación con el enfoque externo que desplegará la potencia mayor a partir del 20 de enero de 2021, cuando el demócrata asuma la presidencia como 46º presidente de los Estados Unidos.

No pocos medios pudieron disimular el regodeo cuando Biden se acercó a los 270 electores y finalmente cuando sobrepasó ese número casi mágico. A partir de entonces, solo se escucharon críticas al republicano y elogios para el demócrata, casi como si se tratara del hombre portador de un nuevo resplandor estadounidense.

Quizá hay exceso en ello. En primer lugar, la pandemia ha resultado “funcional” para el candidato demócrata. Sin duda alguna, fue el virus el que derrotó a Trump, no Biden. Después, fue el Partido Demócrata, más que Biden, el que derrotó a Trump, como hace poco sostuvo el analista argentino Gustavo Ferrari Wolfenson. En tercer lugar, ser votado por más de 70 millones de personas convierte a Trump en uno de los candidatos más votados de la historia. Si llegan a prosperar las demandas que harían los letrados de Trump, ello será posible por la ajustada diferencia entre uno y otro. Finalmente, de súbito dejaron de hablarse de aquellas cuestiones o políticas de Trump que nunca sufrieron reparos por parte de los demócratas, particularmente, el nuevo tratado con México (T-MEC), la presión comercial a China y el hecho relativo con no involucrar al país en una nueva guerra.

Por supuesto, Biden no será un presidente rupturista o revolucionario como lo ha sido Trump con su política exterior; pero tampoco la administración Biden implicará un cambio de escala de 180°. A lo más, habrá una devolución de su lugar al servicio diplomático estadounidense, muy maltratado por Trump, cuyo punto culminante fue el trato denigrante que dio a la embajadora norteamericana en Ucrania, hecho que llevó a algunos a recordar la humillación recibida por el experto en china del Departamento de Estado, John Paton Davies, por parte del macartismo en los años cincuenta, solo por responsabilizarlo de la pérdida de China en manos comunistas. Asimismo, seguramente el nuevo presidente desplegará un nivel de deferencia ante sus aliados y socios europeos, también maltratados por el actual mandatario, pues serán imprescindibles en el enfoque de Biden al momento de presionar a sus rivales.

Siempre que los demócratas regresaron al poder generaron expectativas, sobre todo, porque se tiende a identificar a esta fuerza con ciertos ideales o aspiraciones nacionales; mientras que a los republicanos con una idea de fuerza e incluso hasta de predominancia estadounidense global “inigualada e inigualable”, como se solía escuchar en el entorno del “New American Century Project” (PNAC).

Tal vez el recuerdo del presidente Woodrow Wilson ejerza alguna influencia en relación con aquellas expectativas; pues este gran profesional del derecho y presidente entre 1913 y 1921 representó, tras la ruina y conmoción que produjo la Primera Guerra Mundial, una idea de orden y paz internacional con base en los valores y las leyes estadounidenses.

Pero esa idea binaria que asocia política exterior globalista (e incluso humanitaria) con los demócratas e “interés nacional primero” con los republicanos es muy relativa. Basta echar una mirada al pasado para corroborarlo.

Más allá de lo favorablemente concluyente que terminó siendo para el país y para el mundo la intervención de Estados Unidos, en las dos guerras mundiales han sido mandatarios demócratas los que involucraron al país en ellas; la decisión de arrojar los artefactos atómicos sobre Japón fue tomada por un mandatario demócrata; el gran aumento del gasto militar se dio durante la presidencia demócrata de John Kennedy; también fueron los demócratas los que ampliaron el número de soldados en Vietnam; durante el último tiempo de la presidencia de James Carter se desplegó una estrategia cuyo propósito fue “empujar” a la Unión Soviética a Afganistán (intervención que terminó por convertir a Afganistán en un “Vietnam” para esa potencia); durante la presidencia de Clinton se formuló una política exterior que penetró mercados a escala global (la globalización tuvo el sello económico americano), y fue también durante esta administración demócrata cuando se intervino militarmente en la ex Yugoslavia sin autorización del Consejo de Seguridad, y, finalmente, cuando se decidió ampliar la OTAN.

Estos hechos son por demás suficientes para difuminar cualquier relación complaciente que existe sobre los demócratas al momento de decidir en materia de política exterior. Se trata de casos que suelen ser omitidos, como también lo son aquellos procesos de humillación que padeció Estados Unidos en tiempos de administración republicana, por caso, retiro de Vietnam, atentados en Oriente Medio, etc., si bien ha sido un líder republicano el que logró la victoria frente a la URSS, mientras que otro, en tiempos de la lucha contra el terrorismo transnacional, casi llegó a identificar el sistema internacional con los propios intereses y la seguridad estadounidenses.

De modo que cualquier presunción relativa con una próxima administración demócrata en clave internacional redentora debería relativizarse, y considerar, sí, que todo mandatario es, ante todo, estadounidense. Y ello implica básicamente, que posiblemente hacia dentro habrá cambios. Pero hacia fuera el patrón seguirá siendo el mismo o habitual: primero, segundo y tercero, los intereses nacionales primero.

La “diplomacia personal y arrogante” será dejada de lado, sin duda. Porque, entre otras, ha sido tan extrema que terminó resultando “funcional” para que los poderes “iliberales” de China y Rusia contaran con argumentos para relativizar cualquier reserva sobre sus regímenes.

Pero no mucho más será dejado de lado. Porque el enfoque de Biden sobre Rusia y China no implica diferencias siquiera menores con los clásicos enfoques estadounidenses sobre estos actores preeminentes. Más aún, de sus escritos puede extraerse (y no de modo muy “latente”) esa visión protohistórica de los Estados Unidos en relación con que, si en algún sitio del mundo reside el “bien”, ese sitio está en América del Norte. Por tanto, solo Estados Unidos posee los valores que pueden salvar al mundo. Como diría Kissinger, un “faro y cruzado de la humanidad”.

El “regreso” de Estados Unidos a algunos foros o regímenes se funda en parte en ello, pues el retiro de Estados Unidos ha favorecido que China compensara su falta de “poder suave” internacional “colonizando” no pocas organizaciones intergubernamentales, sobre todo en el marco del sistema de la ONU.

Biden no ha demostrado poseer alguna idea relativa con un orden entre Estados. A diferencia de otros mandatarios, Biden pareciera prestar una atención excesiva al individuo, al régimen y menos a la estructura internacional, utilizando las categorías de Kenneth Waltz cuando se refirió a las causas de la guerra en su clásico y vigente texto “Man, the State and War”. Ello supone una situación preocupante, pues podría implicar que el próximo presidente estadounidense anteponga las dos primeras imágenes a considerar una configuración u orden entre Estados, cuya carencia hoy es la principal causa del extravío internacional.

Desde estos términos, el enfoque de Biden no parece contemplar mucho que estamos en una transición internacional en la que el poder se halla disperso, y en la que Estados Unidos ya no es un “primus inter pares”. Algo relativamente parecido con lo que sucedió a principios de los años setenta, cuando el mundo se estaba normalizando, situación que no significaba que Estados Unidos estaba declinando. Entonces, Japón y la Comunidad Económica Europea crecían y el PBI de Estados Unidos ya no podía continuar siendo casi el 40 por ciento de la economía mundial.

Pero aquel era otro contexto. Hoy la situación es más compleja. Incluso la relación con sus socios podría estar modificándose, mientras que China parece indetenible en relación con su posicionamiento económico mundial. Más aún, Pekín podría estar suministrando nuevos bienes públicos internacionales a partir de sus iniciativas comercio-económicas-tecnológicas. Tal vez, la advertencia de Biden en relación con que la iniciativa “OBOR” afectará el medio ambiente (y que en parte explica el próximo regreso de Estados Unidos al Acuerdo de París) está relacionada con la inquietud estadounidense de ser sobrepasado y “lateralizado” desde ese emprendimiento geopolítico de escala.

En cuanto a Rusia, Biden ha sido muy crítico con lo que considera una “democracia Potemkin” y la amenaza que implica Rusia para sus vecinos y más allá. Es decir, no es un reto ideológico, pero hay que vigilarla. En otras palabras, la OTAN no solo continuará allí, sino que posiblemente regresará por más.

En otras cuestiones, como las armas de exterminio masivo, hay más retórica que otra cosa. Ninguno de los poderes nucleares considera desnuclearizarse. Por el contrario, se encuentran, particularmente Estados Unidos, Rusia y China, logrando más con menos, es decir, armamento miniaturizado con mayor poder de destrucción.

En breve, es difícil que Estados Unidos pueda liderar el mundo del siglo XXI como pretende Biden. Pero la potencia mayor sí será vital para su necesaria configuración, y para ello tendrá que desplegar mucha diplomacia con los demás poderes.

Si el próximo presidente antepone consideraciones sobre regímenes políticos (para lo cual debería comenzar por un aliado, Arabia Saudita) a cuestiones relativas con enfoques estratégicos interestatales de alcance, por caso, la búsqueda de equilibrios y de políticas de consuno, el escenario interestatal e internacional continuará su deterioro y no será demasiado complejo descifrar su desenlace.


 

Compartir
Argentino. Doctor (summa cum Laude) en Relaciones Internacionales. Profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (República de Argentina). Posgrado en Control y Gestión de Políticas Públicas. Profesor Titular de Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Ex profesor en la UBA. Fue Director del Ciclo Eurasia en la Universidad Abierta Interamericana. Ex-Director del medio Equilibrium Global. Columnista y colaborador en revistas especializadas nacionales e internacionales. Autor de numerosos libros donde predominan cuestiones sobre geopolítica y sobre Rusia. Su último libro se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, editado por Almaluz, Buenos Aires, 2023.