La automatización vino a dar un vuelco radical al concepto de trabajo que se tiene dentro de las sociedades del siglo XXI. Sin embargo, tal concepción no es compatible a la oferta laboral que tienen los países latinoamericanos, lo que ha provocado desplazamientos constantes de personas a otros países en busca de la protección de sus derechos y de un futuro mejor.

 Lo anterior se agrava especialmente frente a una crisis sanitaria y económica que pone en tela de juicio a las instituciones y concepciones sociales, filosóficas y políticas.

Si bien es cierto que la situación actual laboral se puede abordar desde diversas perspectivas, me gustaría hacerlo desde el ángulo del desempleo, entendido este como “la proporción de la población activa que no tiene trabajo pero que lo busca y está disponible para realizarlo” (Banco Mundial, 2020). La importancia de ello radica en que, la cuarta revolución industrial arrasará con miles de empleos en todo el mundo en los próximos años, y quienes serán los perjudicados serán aquellos que ignoran las consecuencias.

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos emitió el informe “Perspectivas de Empleo 2019” en el que concentran diversos datos referentes al mercado laboral en distintas partes del mundo. No obstante, lo verdaderamente alarmante son las predicciones que se contemplan (OCDE, 2021), como la siguiente:

“Se puede constatar que la transformación digital, la globalización y los cambios demográficos ya están reformulando el mundo del trabajo. Con vistas al futuro, el 14% de los puestos de trabajo que existen en la actualidad podrían desaparecer durante los próximos 15-20 años como consecuencia de la automatización, mientras que otro 32% están destinados a cambiar de forma radical.”

Si partimos de la premisa de que el 6% de la población mundial en el mercado laboral actual está desempleada, o en el caso de América Latina y el Caribe el 10,3% (Banco Mundial, 2020), y le sumamos el 14% pronosticado de los puestos de trabajo que desaparecerán, es más que legítimo preguntarnos como sociedad: ¿Qué se hará con ese 25% de la población latinoamericana desempleada? ¿En qué se ocuparán? ¿Cuál será el proyecto de vida de ellos? ¿Los países en desarrollo los recibirán con los brazos abiertos a todos ellos? Y lo más importante de todo, ¿Los Estados están obligados a solventar las necesidades básicas de la población desempleada? y ¿cuál será el costo social y económico de esto?  

Lejos de nuestro origen nacional, como sociedad es importante plantearnos tales preguntas debido a que estamos inmersos en esta conjugación de fuerzas políticas y económicas en las que, irremediablemente, más tarde que temprano, formaremos parte del 25% de la población desempleada, o del otro 75% que sufragará los costos de vida[1] del primero de ellos.

Ahora bien, Michel J. Sandel, profesor de filosofía política en Harvard, comienza su estudio desde una premisa ciertamente inquietante: “si el desempleo significa no tener nada que hacer, lo que significa a su vez no tener nada que hacer con el resto de nosotros…” (Sandel, 2021). En otras palabras, un lugar, llámese país o región, en el que el 25% de su población no encuentra un trabajo digno mediante el cual solvente sus necesidades básicas y en su caso, desde una perspectiva filosófica, le dé sentido a la vida o a su existencia misma; no es un lugar en el que se aspira a vivir.

De esa misma manera, una de las mayores aportaciones en su libro “La tiranía del mérito” del citado profesor es que, el valor proporcionado por cada individuo a la sociedad a la que pertenece, debe medirse por el beneficio moral que implica y no por el salario que se percibe, tal y como se cita a continuación (Sandel, 2021):

“El verdadero valor de nuestra contribución no puede medirse por el salario que percibimos, pues los sueldos, como señalaba el economista – filosofo Frank Knight –, dependen de las contingencias de la oferta y la demanda. El valor de lo que aportamos depende más bien de la importancia moral y cívica de los fines a los que sirven nuestros esfuerzos. Esto implica un juicio moral independiente que el mercado laboral por muy eficiente que sea, no puede proporcionar.”

De lo anterior es dable concluir que, una sociedad que dignifica más la moneda de cambio y menos el valor que representa la misma, está irremediablemente condenada a la decadencia.

Queda claro que, si el pronóstico del mercado laboral mundial es que, inexorablemente va a comprimirse dejando a la interperie a millones de personas, orillándolas a la improductividad económica. Se requiere, por lo tanto, una mutación de nuestras báses morales, y de aquello a lo que le damos valor. Máxime que, en un mundo tan globalizado como el nuestro, cualquier sistema se encuentra en constante cambio y requiere de actores dispuestos a mudar con él, o al menos, a cuestionarlo desde una visión crítica.

Los debates sobre el desempleo y la migración son interminables. Asimismo, tampoco se tendra la solución absoluta y aplicable para todos los países latinoamericanos. Sin embargo, no hay excusa aceptable cuando ni el tiempo, ni las circunstancias, ni mucho menos la tecnología está en nuestra contra. Aprender de las revoluciones industriales pasadas resulta más que necesario, así como comenzar a plantearnos en cómo será el trabajo en las próximas décadas ya que, los pronósticos son desalentadores en lo relativo al desempleo y la migración. 


A raíz de lo anterior concluiré con una cita de Andrés Oppenheimer (2018): “…debemos tener respuestas económicas y políticas para la ola de desempleo tecnológico que se viene.” Inclusive si no podemos y más aún si no sabemos cómo. ¡Debemos tenerlas!

[1] Es la suma de los bienes y servicios que los hogares requieren para alcanzar un nivel de vida.

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