Entre 1989 y 1991, los denominados “años estratégicos”, ocurrieron tres acontecimientos a escala mundial tan extraordinarios como, al menos en el momento que sucedieron, imprevistos.

El primero fue la caída del Muro de Berlín (Berliner Mauer), el 9 de noviembre de 1989; el segundo fue la unificación de Alemania, el 3 de octubre de 1990; y el tercero fue la disolución de la Unión Soviética, el 26 de diciembre de 1991.

Si aquellos historiadores que tienden a dejarse llevar por los grandes acontecimientos para dar inicio o establecer el final a una centuria tuvieran que decirnos cuándo acabó el siglo XX, seguramente esos tres sucesos mayores son los que pusieron término a un siglo que, siempre considerando hechos, se habría iniciado con la Gran Guerra 1914-1918 y la Revolución de Octubre, en 1917.

En relación con la caída del Muro, que desde 1961 separaba la ciudad de Berlín en dos esferas de influencia este-oeste, el reingreso de las relaciones entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética en un nuevo ciclo duro desde fines de los años setenta y principios de los ochenta, como consecuencia de los sucesos de Afganistán y el despliegue de misiles soviéticos SS-20, alejó cualquier posibilidad de relajamiento político y menos de cambios de escala en los sistemas políticos de los países de Europa central (mal denominados países de Europa del este).

Pero una lectura menos centrada en las cuestiones de naturaleza estratégico-militar y más focalizada en el estado de la economía de esos países, habría encendido algunas alarmas en relación con la viabilidad del modelo marxista-leninista-stalinista, particularmente en el caso de la República Democrática de Alemania y, fundamentalmente, en el del actor central, la Unión Soviética; pues la suerte de los países de Europa central estaba muy vinculada a lo que sucediera en este país.

En este cuadro, más allá de las posturas de fuerza que pudiera exhibir Moscú ante Occidente, la realidad decía que desde 1980 el crecimiento de la economía soviética era muy bajo, por no decir que era cero, según los estudios del economista renombrado entonces, Abel Aganbegyan. Asimismo, el problema medular de la economía soviética (y de todos los satélites eurocentrales), es decir, la baja productividad, una “falla económica” que se arrastraba desde los años cincuenta, según el excelente estudio de Vladimir Kontorovich, se había agudizado sensiblemente.

Finalmente, el ingreso de Estados Unidos en una fase de regeneración estratégica-militar, fase que se inició con el presidente Carter pero que se vigorizó hasta el paroxismo con la llegada de Reagan en 1981, dejó a la URSS sin chance alguna de competir, no ya en el terreno de la economía y tecnología no militar, donde la Unión Soviética nunca fue una superpotencia, sino en el mismo segmento que hacía de este país una potencia preeminente: la proyección geopolítica y las armas. Hay que recordar que desde Afganistán (1979) la URSS no se expandió “ni un solo kilómetro en el mundo” (como se encargó de recordar el mismo Reagan), y se encontró con dificultades mayores para hacer frente a la denominada “Revolución en los Asuntos Militares” (“RAM”) impulsada por Estados Unidos.

Hacia mediados de los años ochenta y desde la llegada de Gorbachov al poder, en marzo de 1985, el hombre elegido para salvar al régimen, hubo una señal clave en relación con lo que podría suceder en los países de la órbita soviética: la renuncia por parte de Moscú a la aplicación de la “Doctrina Brezhnev” en su esfera de influencia europea, es decir, la renuncia a la aplicación del “disciplinamiento” ante situaciones que amenazaran el orden político imperante.

La reluctancia por parte de Moscú a no repetir la guía aplicada en Hungría y Checoslovaquia en 1956 y 1968, respectivamente, tuvo lugar durante los últimos dirigentes soviéticos considerados los “hijos de la Revolución de Octubre”, Andropov y Chernenko, cuando Moscú no reaccionó al desafío que supuso el sindicato “Solidaridad” en Polonia.

La llegada de Gorbachov y su mensaje relativo con que esos países podían adoptar un curso político “a su manera”, activó el “countdown” hacia la apertura en los países que se extendían desde “Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático”.

Cuando se produjo la caída del Muro, el 9 de noviembre de 1989, hacía más de tres meses que los húngaros, prácticamente libres de controles fronterizos, habían celebrado jornadas campestres con sus vecinos austríacos.

La caída del Muro fue el primer acontecimiento no previsto en cuanto al momento que sucedió, pero tan o más notable fue la reunificación alemana, en octubre de 1990.

La reunificación de Alemania nunca dejó de ser una posibilidad, incluso en los tiempos más ásperos de la rivalidad bipolar. Pero lo que no era previsible era la prontitud con que se realizó la unidad alemana. Solo basta con recordar que cuando se cayó el Muro de Berlín, en noviembre de 1989, el primer ministro germano-oriental, Hans Modrow, presentó una propuesta de unificación, seguramente diseñada por Moscú, conocida como “Stufenplan” (“paso a paso”). En paralelo, el canciller Helmut Kohl presentó ante el Bundestag su propio programa destinado a superar la división.

Ambos planes, dejando de lado la condición de neutralidad que proponía la “plataforma Modrow”, convergían en los objetivos políticos conducentes, en no menos de cinco años, a la meta final: 1990, comunidad contractual; 1991-1993, estructura confederal; 1995, unidad.

La unificación de Alemania, a menos de un año de esas propuestas, reveló que la dramática sucesión de eventos superaba las aspiraciones más allá de lo previsto.

Finalmente, el desplome de la URSS fue el acontecimiento menos esperado y sin duda el que más conmoción causó. Se trató del seísmo geopolítico del siglo.

Los países de Europa central formaban parte del imperio soviético: no habían elegido ese destino de subordinación político-ideológica; de manera que, como generalmente ha sucedido con los países vasallos, podían eventualmente llegar a sacudirse del yugo o bien caer el mismo imperio. Por otra parte, en mayor o en menor medida dichos países mantenían memoria en relación con la democracia, hecho que podría “facilitar” el retorno a ella.

Pero la URSS era una realidad política cerrada: nunca fue otra cosa que una autocracia, ni antes ni mucho menos después de 1917, cuando el lugar político pasó a ser el totalitarismo, al menos hasta los años cincuenta; a partir de la muerte de Stalin el sistema se tornó menos totalitario y más autoritario.

¿Fue previsto el fin de la URSS? En buena medida se puede decir que sí, aunque casi nadie pudo establecer con mayor o menor precisión su momento de defunción. Pero, por caso, los economistas austríacos muy tempranamente sostuvieron que ese país basado en la planificación económica no podría sostener la competición frente a las economías o sociedades abiertas: en su gran texto “Camino de servidumbre”, publicado en 1944, Friedrich Hayek fue categórico en relación con ello.

Pero si hay alguien que se anticipó como nadie a la caída de la URSS, el francés Emmanuel Todd difícilmente sea superado. Su trabajo, “La caída final. Ensayo general sobre la descomposición del imperio soviético”, publicado en 1976, es decir, quince años antes del desplome de la Unión Soviética, pareciera que fue escrito mientras su autor, que contaba entonces con ¡26 años!, consultaba con alguien que estuvo en el futuro.

En breve, no es un ejercicio sencillo adelantarnos a lo que sucederá, sencillamente porque el futuro no existe; existen tendencias que nos permiten trabajar escenarios.

Pero acaso lo más sorprendente de los hechos abordados no radiquen en la imprevisión, sino en la vertiginosa caída y desaparición de una ideología a la que se llegó a vislumbrar como el horizonte de la Humanidad.

 


 

Publicado originalmente en el portal web «Arbodajes.com.ar» 

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Argentino. Doctor (summa cum Laude) en Relaciones Internacionales. Profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (República de Argentina). Posgrado en Control y Gestión de Políticas Públicas. Profesor Titular de Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Ex profesor en la UBA. Fue Director del Ciclo Eurasia en la Universidad Abierta Interamericana. Ex-Director del medio Equilibrium Global. Columnista y colaborador en revistas especializadas nacionales e internacionales. Autor de numerosos libros donde predominan cuestiones sobre geopolítica y sobre Rusia. Su último libro se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, editado por Almaluz, Buenos Aires, 2023.