Resumen

La Revolución Francesa es un proceso reconocido en la historia atlántica que se caracterizó por enarbolar la bandera del Liberalismo. Las reformas que se fueron aplicando en Francia a lo largo del mismo evidencian la evolución del paradigma: desde la  creación de una monarquía parlamentaria al estilo británico, hasta la fundación de una república a partir de 1792. Para aquellos simpatizantes del Liberalismo, la Revolución francesa es considerada con admiración, incluso rayando en la fascinación, mientras que para los conservadores europeos, el compromiso por la defensa del status quo y el mantenimiento de las monarquías ilustradas al estilo dieciochesco se convirtió en una bandera política y militar que se extendió durante varias décadas a lo largo de todo el Viejo Continente.

Palabras clave: Revolución Francesa, Liberalismo, Conservadurismo, Ilustración, Monarquía constitucional.


 

La Revolución Francesa es uno de los procesos más reconocidos en la historia de Europa occidental. El levantamiento de la burguesía en aras de lograr la instauración de un modelo mucho más incluyente (liberal en última instancia) en detrimento del poder histórico de la monarquía absolutista francesa siempre ha despertado la fascinación de propios y extraños en tiempos recientes, pero en la mentalidad de los testigos de los acontecimientos trasalpinos predominan las posturas contrastantes: una suerte de movimiento pendular entre la fascinación y la suspicacia, característico de los diversos grupos sociales afectados por la expansión del liberalismo, el cual, sin lugar a dudas, daba luces sobre la envergadura de los cambios que tendrían lugar en el decimonono, no solo en Francia sino en el mundo atlántico.

Imbuidos del debate ilustrado, los revolucionarios procuraron llevar a la práctica muchos de los preceptos que la intelligentsia había propuesto en aras de crear una sociedad con mayor equilibrio político y representatividad. En las primeras etapas revolucionarias, específicamente entre 1789 y 1792, se produjeron en Francia una serie de cambios políticos de raíz liberal, dentro de un modelo monárquico que no implicaron una ruptura radical con el antiguo orden político. La aspiración de la mayoría de los revolucionarios, al menos durante estos años, era lograr la creación de una monarquía constitucional, al ejemplo británico, en donde el Parlamento fungiera como el contrapeso al monarca francés, y de la misma manera, se hicieran tangibles los valores de este nuevo orden político y social, resumidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, bajo los preceptos de la libertad, igualdad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión, y promulgados el 26 de agosto de 1789, el prefacio de lo que sería la primera constitución francesa de 1791.

Luego del intento de huida del monarca Luis XVI en junio de 1791 y el despojo de sus facultades constitucionales el 10 de agosto de 1792, tiene lugar el inicio de la segunda fase revolucionaria marcada por los juicios en contra de la pareja real y su posterior ejecución, así como por la creación de un régimen republicano, incluso a sangre y fuego, el cual persistirá a lo largo del tiempo y será objeto de diversas reformas constitucionales durante el resto de la centuria dieciochesca bajo el signo de la revolución.

Fuera de las fronteras galas, las primeras etapas de la Revolución fueron vistas como un proceso de reformas inherentes a Francia, aunque debido a la naturaleza liberal de las mismas y la aspiración de crear una monarquía constitucional, Gran Bretaña veía con cierto beneplácito los cambios que estaban teniendo lugar, fundamentalmente por las similitudes ideológicas  institucionales con aquellas al norte del canal de la Mancha. El resto de Europa estaba concentrada en los asuntos al este del continente, especialmente en los conflictos que vieron involucrados al imperio ruso de Catalina II con su rival más importante por el sur, el turco otomano, y la disputa por el control de la península de Crimea. Paralelo a esto, el resquebrajamiento de la otrora potencia del este de Europa, la monarquía polaca, estaba afrontando las primeras etapas de pérdida de territorios a manos de Austria, Prusia y Rusia en el proceso conocido como los repartos de Polonia.

Luego de 1792, el encarcelamiento y posterior ejecución del monarca Luis XVI y de su esposa María Antonieta, así como la fundación de la que se conoce en la historia como la Primera República Francesa, convirtió lo que había sido un proceso local de reformas en un conflicto de carácter continental: el legítimo monarca Borbón había sido depuesto por liberales franceses, situación que representaba una amenaza, ya no solo para Francia sino para la pléyade de monarquías absolutas que componían el continente europeo por el tráfico de ideas liberales que desde Francia podían incidir en el resto de Europa. De la misma manera, la atención de las potencias europeas en los asuntos de la frontera oriental hizo que el proceso francés cobrara cada vez más fuerza con el paso del tiempo, situación que hizo aún más complicada su derrota militar a partir de 1792. Sin embargo, la alternativa planteada fue la creación de una alianza, antirrevolucionaria por definición, inicialmente entre los años 1792 y 1797, la cual estaba integrada en su primera versión por Austria, Prusia, Gran Bretaña, España[1], Portugal, Nápoles, Cerdeña y las Provincias Unidas, cuyo objetivo era derrotar militar y políticamente el proyecto revolucionario francés. Ocho fueron las alianzas antirrevolucionarias que se crearon a lo largo de las siguientes décadas, variables en cuanto al número de los aliados, pero que de manera sistemática lucharon por frenar el expansionismo revolucionario francés en el continente a pesar de las derrotas militares que nunca estuvieron ausentes.

Desde finales del siglo XVIII hasta 1815, la guerra entre los liberales franceses y las potencias conservadoras europeas marcó el destino del continente europeo. El conflicto trascendió la Primera República francesa y se hizo incluso más intenso luego del ascenso de Napoleón Bonaparte en 1799 y su posterior coronación como Emperador de los franceses en 1804. A lo largo de todos estos años, el liberalismo fue paulatinamente haciendo mella en Europa, lo cual se evidencia por el desarrollo de diversos levantamientos a lo largo del continente, a pesar del compromiso por parte de las potencias europeas de suprimir cualquier cepa dentro de sus fronteras. Por lo tanto, desde el punto de vista de los burgueses europeos de finales del siglo XVIII y principios del XIX, la Revolución Francesa podía representar un modelo a seguir en aras de constituir gobiernos más participativos y con mayores libertades ciudadanas, y de ahí la fascinación por lo que estas ideas podían representar para esta clase ansiosa de mayor protagonismo. Mientras que por otro lado, la Francia revolucionaria podía representar el resquebrajamiento del orden históricamente constituido a lo largo del tiempo, legitimado por Dios en buena medida, y que había funcionado a lo largo del tiempo mediante la alianza entre el rey y sus nobles. La alteración del statu quo no era más que la amenaza ante el correcto orden de las cosas.

Por lo tanto, un examen detenido de la Revolución Francesa pasa por el estudio de la dicotomía entre el liberalismo y conservadurismo político europeo y las contradicciones presentes entre los Estados europeos que encarnaron uno u otro modelo. En otras palabras, implica estudiar, por un lado, la aspiración de reformas políticas y económicas habida en pleno Siglo de las Luces y su evolución a lo largo de las décadas con miras a convertir al liberalismo en el paradigma por excelencia del siglo XIX: el signo de la fascinación que tanto atrajo a sus defensores, la aspiración de crear un mundo nuevo. Por el otro lado, representa el compromiso de la elite conservadora que considera que las sociedades no están preparadas para los cambios vertiginosos que el flujo revolucionario francés plantea para las sociedades, el signo de la suspicacia de quien entiende que  las reformas pueden llegar a ser símbolo de desorden, sobre todo cuando aquellos que las promueven no comprenden las consecuencias de tales ajustes. Estas contradicciones serían el primer paso de los cambios estructurales que tendrían lugar en Europa a lo largo de los períodos posteriores, para los que la Revolución Francesa se convirtió en el primer paso que desencadenaría los cambiantes tiempos del decimonono.

 

 


Notas de pie

[1] España formó parte de la coalición hasta 1795, momento en el que es derrotada por Francia luego de que esta ocupa las provincias vascas y el norte de Cataluña en el contexto de la Guerra de la Convención (1793-1795). Ambos Estados firman la Paz de Basilea, recuperando España los territorios invadidos en los Pirineos, pero cediendo la porción occidental de la isla La Española a Francia. En 1796 se concretó la alianza franco-hispana mediante la firma del que se conocerá como el segundo tratado de San Ildefonso cuyo objetivo será cerrar filas en contra de Gran Bretaña, concretando de esta manera, el viraje español.


Bibliografía       

BURKE, Edmund (1989): Reflexiones sobre la Revolución Francesa. Madrid: Editorial Rialp.

FRADERA, Josep María (2000): Las burguesías europeas del siglo XIX: sociedad civil política y cultura. Valencia: Universitar de València.

HOBSBAWM, Eric (2001): La era de la revolución, 1789-1848. Madrid: Grupo Planeta.

LASKI, Harold Joseph (2003): El Liberalismo europeo. México: Fondo de Cultura Económica.

PALMER R. y Colton, Joel (1990): Historia Contemporánea. Barcelona, España: Editorial Akal.

POTEMKIN, Vladimir  (1944): Historia de la Diplomacia. Buenos Aires: Editorial Lautaro.

RENOUVIN, Pierre (1998): Historia de las Relaciones Internacionales. Barcelona, España: Editorial Akal.

TOUCHARD, Jean (2006): Historia de las ideas políticas. Madrid: Tecnos.

RUDÉ, George (1985): La Europa revolucionaria, 1783-1815. México: Siglo XXI editores.

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