A principios de agosto de 1914, ante la inminente declaración de guerra contra Alemania, Edward Grey, secretario del Foreign Office del Reino Unido, mientras observada a través de la ventana de su oficina el encendido del alumbrado en la ciudad de Londres, musitó una frase que se haría célebre para siempre: “La luces se están apagando en Europa y no las volveremos a ver brillar en nuestras vidas”.

Durante los siguientes cuatro años Europa quedó sumida en una profunda oscuridad. Cuando “los cañones de agosto” (para usar el título de la excelente obra de Bárbara Tuchman) finalmente callaron, el costo humano (diez millones de muertos) y material que produjo la guerra, la primera de alcance mundial, no tenía precedentes. Si bien antes hubo guerras largas y de gran violencia, por caso, las guerras napoleónicas, o antes la guerra de los Treinta Años (y en especial dentro de ésta la batalla de Lützen), la Gran Guerra tuvo un carácter absoluto: todos los medios de los países fueron puestos al servicio de la confrontación. De allí que el mariscal Ludendorff se refiriera a la guerra total, es decir, un problema de Estados, ejércitos y pueblos, un fenómeno integral.

Cien años después se cuestiona que puedan suceder guerras así, lo cual forma parte de una regularidad, es decir, la humanidad siempre tiende a considerar que hay progreso. Pero como bien sostiene la historiadora Margarte Macmillan en su reciente trabajo sobre la guerra: “No debemos asumir que hayan dejado de ser posible las guerras masivas entre Estados. Una de las muchas predicciones erróneas de los noventa fue que la era del Estado-nación, con su identidad definida y un gobierno central fuerte, estaba desapareciendo en un mundo progresivamente más internacionalizado en el que las fronteras tenían cada vez menos importancia (…) La guerra está haciéndose con nuevas herramientas y llegando a dimensiones inéditas, como ya sucedió en el pasado cuando invadió el cielo y el espacio submarino” (1).

Es cierto que en 1914 había entusiasmo nacional por la guerra. Hoy no sucede tal situación: a pesar de la tensión creciente en Europa del este, ni Occidente ni Rusia quieren una guerra. Este es un tema no siempre abordado, pero es pertinente tener presente que, en Rusia, cuyas fuerzas militares parecen dispuestas a ocupar el Donbas, la sociedad no solo no quiere la guerra, sino que no considera a Ucrania un actor enemigo. Según encuestas realizadas por Levada y el Instituto de Sociología de Kiev, la opinión de los rusos es que Ucrania y Rusia deben ser Estados independientes pero amigos “sin visas ni aduanas” (2). Es cierto que existe reluctancia por parte de los rusos hacia la OTAN y Estados Unidos, aunque se percibe cierto agotamiento con dicha cuestión.

Hace tiempo que se vienen debilitando las luces en Europa y en el mundo. La pandemia tuvo como consecuencia que las diferencias entre los Estados, que existían desde bastante antes de su llegada, se hiciera más discernible y también más rápida. Como bien sostiene Fareed Zakaria en su última obra: “La pandemia ha reducido nuestros horizontes, y nuestros movimientos están restringidos. A medida que los gobiernos hacen intentos contradictorios por controlar su reputación y el virus, se hace más evidente una sensación de desunión global” (3).

La crisis entre Occidente (es decir, Estados Unidos) y Rusia, consecuencia de la decisión del primero de continuar la marcha hacia el este con la OTAN, se ha acelerado recientemente, particularmente desde que en Kiev desapareció cualquier alternativa que no pase por el camino hacia la membresía en la Alianza Atlántica. Pero la crisis viene de hace mucho, incluso de antes de los sucesos de 2014. Se podría decir que se inició apenas acabó la Guerra Fría, cuando Estados Unidos decidió llevar a los extremos “los dividendos de la victoria” sin considerar la experiencia y los necesarios equilibrios geopolíticos.

El gobierno de Estados Unidos ha dicho que es inminente la movilización militar rusa en el territorio de Ucrania. Es un escenario que podría sin duda ocurrir, aunque estudiosos autorizados en Rusia lo desestiman (4). Rusia no es una “potencia Potemkin”, es decir, retórica, como tampoco lo es Estados Unidos e incluso China, cuya cultura estratégica se basa más en el tiempo y el cambio. Pero la cuestión territorial para los rusos es asunto de interés vital, esto es, exige el empleo de todo el poder nacional para impedir que se lleve a cabo un hecho lesivo para la seguridad nacional.

Hay una idea relativa con la fortaleza que implica el tamaño del territorio de Rusia. Sin duda que el territorio es un componente esencial del poder nacional; pero para Rusia el territorio siempre implicó un sentido de debilidad o de fatalidad, un territorio acechado y atacado por parte de otros poderes. La desaparición de la URSS profundizó ese sentimiento, de allí que Moscú mantuvo siempre una actitud (y acción) de preservar ese extranjero cercano (algo así como una “doctrina Monroe” en términos rusos).  Para Occidente, desde un primer momento el ascendente ruso sobre las ex repúblicas soviéticas supuso la posibilidad de que eventualmente Rusia se convierta  en una nueva potencia euroasiática, el gran temor del arco de expertos geopolíticos estadounidenses.

El escenario relativo con “Rusia mueve primero” es posible, pero podría resultar funcional para los propósitos de Occidente. Porque si próximamente fuerzas rusas ocupan el Donbas, la responsabilidad internacional será íntegramente de Moscú. El uso de la fuerza en clave geopolítica preventiva colocará a Rusia en una situación compleja. No nos encontramos aquí en una situación como la de Crimea, donde hubo apoyo nacional para reincorporarla o anexarla (según el lugar desde donde se considere el hecho), además, claro, de los sucesos políticos ucranianos que precipitaron la decisión en Moscú.

Las respuestas punitivas por parte de Occidente ante tal hecho causarán realmente daño a Rusia, particularmente en su (relativamente frágil) economía en un momento que se registra una leve mejora en los bajos ingresos de los rusos. El hecho relativo con que Rusia deje de contar con (parte) de sus importantes ingresos por venta de sus materias primas tendrá consecuencias muy negativas para el país y para el régimen que encabeza Putin. En Occidente se considera que las sanciones preparadas implican una fase que denominan “bomba nuclear”.

Este escenario dejará a Occidente libre de acciones para punir sin límites a Rusia. Por supuesto que se degradará sobremanera la seguridad internacional; pero para los intereses de Occidente puede ser un “escenario funcional”, lo que claramente corroboraría que las relaciones entre los Estados son, ante todo, relaciones de competencia y poder.

“Diferente” sería si Ucrania marchara hacia la OTAN. Aquí prácticamente no hay dudas que Rusia ocupará el Donbas. En clave geopolítica, podría alcanzarse un “quid pro quo” o “sacrificio estratégico”. Es decir, la OTAN lograría su propósito de separar (parcialmente) Ucrania de Rusia y empujar a este país al Asia., hecho que “desacoplaría” a Europa de Rusia; un escenario que obligaría a Europa (el gran “huérfano geopolítico” en esta trama) a revaluar todo, particularmente en materia de suministro de energía. En buena medida, Europa y Ucrania serían los principales damnificados. Por su parte, Rusia lograría contar con la zona de amparo territorial que tanto defiende.

Este escenario tiene alguna relación, salvando diferencias, con la Conferencia de Múnich de 1938, cuando se resolvió pactar con Alemania y entregarle parte de Checoslovaquia creyendo que así quedaría satisfecha. En nuestro caso, el “pacto” implicaría sacrificar parte de Ucrania. Todos, salvo los mencionados antes, lograrían relativas ganancias de poder y reparación. En buena medida, y a regañadientes de Kiev, a quien se garantizaría su seguridad, el “pacto” supondría reconocer la condición de “actor pivote” de Ucrania, es decir, su imposibilidad de ser parte de organizaciones políticas-militares, situación que crea marcos de “seguridad divisible”, precisamente, la principal reprobación de Rusia hoy.

Hay escenarios menos sombríos que dejan un lugar para un posible entendimiento entre los poderes preeminentes.

Bajo iniciativa de la RAND Corporation, “tanques de ideas” de Estados Unidos, Europa y Rusia realizaron estudios en conjunto que concluyeron en la posibilidad de crear un organismo consultivo que establezca nuevas normas en relación con el comportamiento de la OTAN y la OTSC (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, encabezado por Rusia) y garantías de seguridad multilateral (5). En alguna medida, se trataría de recrear algo parecido al Acta Fundacional sobre las relaciones mutuas de cooperación y seguridad entre la OTAN y Rusia, firmado en 1997, pero reforzado, es decir, con cláusulas vinculantes. 

En este marco, al que podríamos denominar “diagonal estratégica”, Ucrania podría adoptar un estatus de “no alineado” y recibir garantías de seguridad multilateral. Asimismo, casi todos obtendrían ganancias relativas de poder. Finalmente, a partir de dicho pacto se podrían abordar otras cuestiones relevantes para la estabilidad internacional, es decir, reorientar las relaciones internacionales hacia pautas más firmes de cooperación.

Por último, aunque es difícil, no se puede descartar el peor de los escenarios: el de guerra entre las partes preeminentes; es decir, Rusia derrota a las fuerzas de Kiev y la OTAN interviene. Se trata de un escenario muy complejo y, en buena medida, desconocido. Tal escenario implicaría un sensible descenso de la seguridad internacional, un gran “apagón estratégico regional y global”.

En breve, claramente la situación en Europa del este se ha deteriorado. Los escenarios son mayormente pesimistas; pero la esperanza reside en que Rusia y Estados Unidos no hayan perdido la cultura estratégica que supieron mantener por décadas. Cualquier otro curso afirmará el rumbo de las relaciones internacionales hacia una mayor fragmentación, es decir, un incremento de las rivalidades que, casi con seguridad, en algún momento empujará a sus partes preeminentes hacia un desenlace sobre el que prácticamente no contamos con certidumbres. En tal situación, nos hallaríamos casi como antes de 1914, cuando casi nadie podía imaginar cómo sería una nueva guerra.


Referencias

(1) Margaret MacMillan, La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos, Turner, Madrid, 2021.

(2) Andrei Kolesnikov, “Would Russians Embrace War?”, Foreign Affairs, February 9, 2022.

(3) Fareed Zakaria, Diez lecciones para el mundo de la postpandemia, Paidós, Barcelona, 2021.

(4) Sergei Karaganov, “It Is Not About Ukraine”, Russia International Affairs Council, February 7, 2022.

(5) Samuel Charap, “How to Break the Cycle of Conflict with Russia”, Foreign Affairs, February 7, 2022.

 

 

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Argentino. Doctor (summa cum Laude) en Relaciones Internacionales. Profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (República de Argentina). Posgrado en Control y Gestión de Políticas Públicas. Profesor Titular de Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Ex profesor en la UBA. Fue Director del Ciclo Eurasia en la Universidad Abierta Interamericana. Ex-Director del medio Equilibrium Global. Columnista y colaborador en revistas especializadas nacionales e internacionales. Autor de numerosos libros donde predominan cuestiones sobre geopolítica y sobre Rusia. Su último libro se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, editado por Almaluz, Buenos Aires, 2023.