Cuando observamos la actual situación de la política internacional, se vuelve difícil asumir un estado de relativo optimismo. Por más que nos esforcemos, las realidades nos reubican una y otra vez en un estado, cuanto menos, inquietante. Posiblemente, lo mismo hubiera ocurrido hace un lustro, pero entonces no habían tenido lugar los dos últimos impactos de escala que ha sufrido el mundo desde el primer acontecimiento estratégico y violento del siglo XXI: el ataque del terrorismo transnacional al territorio nacional más protegido del mundo perpetrado el 11 de septiembre de 2001.

La pandemia y la guerra terminaron por provocar un fuerte descenso de seguridad internacional. En otros términos, dichos eventos hicieron que todas aquellas situaciones de fragmentación que se habían profundizado tras los sucesos de Ucrania-Crimea en 2013-2014, sufrieran una aceleración que no sólo ha impactado en varios segmentos o dimensiones de la seguridad interestatal, sino que compromete seriamente el curso de las relaciones entre estados en lo que queda de la década.

La falta de configuración u orden internacional muy posiblemente perdure. Aun considerando un escenario de cese o tregua en la confrontación entre rusos y ucranianos como antesala de un acuerdo, algo que nadie lo estima cercano, cuesta imaginar que los poderes preeminentes, es decir, aquellos que cuentan, moderen a partir de entonces sus graníticas políticas de primacía de intereses para consagrar esfuerzos destinados a construir consensos o diagonales estratégicas.

Pero hace tiempo que no existen siquiera mínimos conceptuales entre los poderes mayores sobre un esbozo de configuración. Hay expertos, entre ellos Bobo Lo, que han marcado concepciones diferentes no ya entre «Occidente y el resto», para utilizar palabras de Fareed Zakaria, sino entre China y Rusia: no se trata de diferencias irreductibles, claro, pero el enfoque de orden internacional no es exactamente el mismo.

Más allá de esta diferencia “suave”, más otras no siempre registradas, lo que podemos denominar «desorden interestatal confrontativo» (DIC) implica posiciones muy enfrentadas entre Estados Unidos-China, India-China, Estados Unidos-Rusia (estos últimos en un estado de confrontación indirecta o latente) y otros. Es decir, los centros preeminentes que deberían pensar, pactar y respetar un orden han incrementado su rivalidad (acaso es pertinente tener presente que en la reciente reunión de cancilleres del G-20 celebrada en Nueva Delhi no se logró siquiera una declaración conjunta). E incluso, si se consideraran «órdenes internacionales regionales», las realidades no parecen que ello pueda ser posible, pues en las diferentes zonas del mundo, particularmente en las plazas estratégicas selectivas, también hay conflictos de cuño irreductible, por caso, Irán-Israel-países árabes.

Si bien existe una pluralidad de temáticas que separan a los actores mayores, desde el cambio climático hasta las tensiones tecnológicas, es la guerra en Ucrania la que ha bloqueado la citada cumbre del G-20, como así también ha tenido secuelas en segmentos críticos o mayores de la seguridad internacional: también recientemente, Rusia anunció que suspendería su participación en el New START, el pacto que establece límites en el número de ojivas por cada país.

Sobre la confrontación que tiene lugar en la placa geopolítica de Europa del este, podemos realizar las siguientes precisiones.

En primer lugar, la regularidad de la guerra. Aunque en las décadas pasadas, sobre todo desde el terreno de la psicología, surgieron influyentes conjeturas relativas con la disminución de la violencia en el globo, la guerra “siempre retorna». Más todavía, es la guerra la que predomina sobre la paz, al punto de existir la guerra total y no la paz total.

En rigor, el orden internacional implica paz entre las naciones, aunque ello no suponga ausencia de conflictos e incluso guerras. El orden sólo significa un acuerdo que reduce los márgenes de conflicto entre poderes mayores, coadyuva a fortalecer la cultura estratégica en el segmento nuclear (algo que hoy alarmantemente se está desvaneciendo) y permite lo que Gustavo Diaz Matey denomina «amortiguación» de los conflictos (en un estado de orden, la guerra en Siria posiblemente no hubiera tenido lugar).

En segundo término, la de Ucrania es una guerra innecesaria, pero que encierra intereses. Es innecesaria porque era relativamente sencillo evitarla: había dos demandas de Rusia. La principal, un aval de no ampliación de la OTAN al inmediato oeste de Rusia, podía haberse encarado en términos de una moratoria. Pero Occidente nunca accedió, pues ello hubiera sido interpretado como una «capitulación» ante Rusia; es decir, mantuvo la desmesura geopolítica que significó la ampliación de la Alianza Atlántica más allá de lo conveniente o del necesario equilibrio geopolítico.

La guerra en Ucrania nos muestra el desprecio por la experiencia: nunca los poderes preeminentes pueden permitir que se marche a la guerra por los «deseos estratégicos» de un actor menor o intermedio. Menos todavía cuando existían otras opciones. En el futuro, lo que podemos denominar “doctrina Zelensky”, esto es, la marcha hacia la OTAN por parte de Ucrania (con asentimiento occidental) descartando cualquier otra alternativa de política exterior y de seguridad, será vista como un muy costoso error. Esperemos que no sea considerada también como una “compuerta geopolítica”, es decir, un hecho de naturaleza político-territorial que resultó antesala de un acontecimiento negativo mayor: más específicamente, una guerra mundial.

Por último, la guerra ha provocado no sólo una situación de disrupción en el cinturón de Europa del este  sino una situación de fragmentación a escala continental y mundial. En otros términos, ha afectado lo poco que queda de la globalización, poniendo en alarmante situación ese sucedáneo (prácticamente único) de un orden internacional que es el comercio entre los países.

Antes de la pandemia ya existía una situación comprometida en materia geoeconómica, pues, como bien señala Paul Poast, en 2018 la guerra comercial entre Estados Unidos y China deterioró sensiblemente la relación entre los dos gigantes; con la pandemia, las cadenas de suministro de la economía del mundo afrontaron una gran crisis de liquidez. Finalmente, cuando las cadenas comenzaban a recuperarse vino la guerra. A partir de entonces, los segmentos de los alimentos y de la energía quedaron seriamente afectados.

Este descenso en la geoeconomía internacional es el que termina por hacer alarmante la situación, pues, como dijimos, aunque no llega a implicar un orden internacional, el profuso comercio entre los países tiende a inhibir los conflictos, pues el costo de la ruptura afectaría a todos. No implica un automatismo entre comercio y estabilidad: no debemos olvidar que antes de la Primera Guerra Mundial existía una globalización bastante importante, la primera del siglo XX. Pero es lo más próximo a un orden cuando no hay posibilidades de uno pactado.

Hay especialistas que mantienen un enfoque optimista. Por ejemplo, Ian Bremmer considera que la globalización no ha terminado, simplemente se encuentra a la deriva. Por supuesto, la “hiperglobalización” de los años noventa fue un hecho único, pero el comercio internacional se mantiene alto. El experto considera que hay realidades que explican la desglobalización, por caso, los avances tecnológicos, el comercio electrónico, los servicios intangibles en la economía moderna, la robótica, etc., pero el dinamismo comercial continúa.

No deja de ser un enfoque interesante, pero otros enfoques son mucho menos optimistas, pues consideran que los problemas internos de países, principalmente de China, afectan y podrían demorar la recuperación y la confianza. Hay que tener presente que desde 2008, cuando se registró un máximo histórico en la relación entre las exportaciones de bienes y servicios y PBI mundial, la tendencia del comercio mundial ha sido descendente y, conforme aumenten las fuerzas localistas y regionales, podría descender más.

Concluyendo, siempre hay opciones para la estabilidad internacional cuando no se cierran todas las ventanas, por ejemplo, puede haber fragmentación geopolítica, pero el comercio discurre y hay un relativo multilateralismo en funciones. Lo que resulta alarmante en la tercera década del siglo XXI es que todas las ventanas se van cerrando, es decir, no existe régimen internacional, el curso de la guerra es incierto y los países parecen mirar cada vez más hacia dentro. Sin duda, un estado internacional inquietante. 


Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente la organización comparte lo expresado.

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Argentino. Doctor (summa cum Laude) en Relaciones Internacionales. Profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (República de Argentina). Posgrado en Control y Gestión de Políticas Públicas. Profesor Titular de Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Ex profesor en la UBA. Fue Director del Ciclo Eurasia en la Universidad Abierta Interamericana. Ex-Director del medio Equilibrium Global. Columnista y colaborador en revistas especializadas nacionales e internacionales. Autor de numerosos libros donde predominan cuestiones sobre geopolítica y sobre Rusia. Su último libro se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, editado por Almaluz, Buenos Aires, 2023.