Las consecuencias sociales de la pandemia del Covid-19, particularmente en la generación de pobreza, desempleo y miseria, con especial énfasis en los países en desarrollo, son tan dramáticas, que se debería aprobar un ambicioso programa de auxilio internacional, al tenor del viejo Plan Marshall (1948-1952), que se concentró en la recuperación de Europa occidental, finalizada la Segunda Guerra Mundial. En esta oportunidad, se debería diseñar, y con urgencia, un programa novedoso, que debería contar con la participación de diversos donantes, y no solo los Estados Unidos como fue el caso del Plan Marshall. Además, debería contar con la activa participación de los organismos internacionales, en particular las Naciones Unidas, para su organización y ejecución.

Las Naciones Unidas estiman que, producto de la pandemia, la pobreza extrema podría llegar a 34 millones de personas, para el Banco Mundial esa cifra podría alcanzar los 60 millones. Es evidente que la pobreza representa uno de los temas más acuciantes en el mundo globalizado, que hace más evidentes las diferencias e injusticias de unas minorías que despilfarran en frivolidades y unas mayorías que apenas logran sobrevivir y, ahora, la pandemia las castiga profundamente. El tema es tan urgente que ocupa el primer lugar en los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS).

Es cierto que una gran mayoría de países, incluyendo economías desarrolladas, están enfrentando graves consecuencias sociales de la pandemia, pero estos países cuentan con el musculo financiero para enfrentar la situación. Muchos de ellos disponen de sistemas de subsidio al desempleo. El caso de la Unión Europea resulta significativo, pues además del multimillonario presupuesto comunitario para enfrentar la pandemia (540 millones de euros para ayuda inmediata y más de un billón para 2021-2027), cada país está aprobando recursos adicionales en cifras impactantes.

Conviene resaltar que en esta oportunidad pareciera que muchos países han aprendido la lección, y el apoyo financiero no se concentra exclusivamente en las empresas, como ha ocurrido en crisis anteriores, incrementando el desasosiego social y el radicalismo político. Es cierto que la corporación que recibe recursos de apoyo financiero debería mantener los empleos, pero no siempre ha sido el caso y, en algunas crisis financieras, la atención se ha centrado en los banqueros, menospreciando al público y sus hipotecas.

Debemos aclarar que el covid-19 no es virus contra los pobres, pero las condiciones estructurales de la pobreza en el mundo entero y, en especial, en los países más vulnerables, los convierte en el sector más afectado. En la gran mayoría de los casos viven en condiciones de hacinamiento, grupos humanos extensos en un mínimo espacio, ¿cuál distanciamiento social? El agua, obviamente es un privilegio, ¿cómo lavarse las manos con frecuencia? Si en el día no hay ingresos, no hay comida, ¿cuál cuarentena?; es decir, cuarentena o hambre.

En la complejidad de la crisis que enfrentan los países más vulnerables debemos sumar una diversidad de elementos, por eso se tipifica como crisis sistémica. Por ejemplo, no existen condiciones sanitarias para enfrentar la magnitud de afectados que puede genera la pandemia, por su fácil propagación y graves efectos en el organismo humano. En la mayoría de estos países no existe infraestructura sanitaria. Es realmente una fantasía pensar en las áreas de terapia intensiva o en los respiradores de última generación, la mascarilla de producción artesanal es un lujo. Esto significa que para muchos la muerte llega en casa, difícil contar con estadísticas exhaustivas y certeras en tales condiciones.

Otro síndrome estructural de los más vulnerables, es la corrupción, cualquier nueva dotación de recursos en el sector sanitario se convierte en un potencial negocio, un drama que se presenta en cascada, desde las autoridades del ministerio, hasta el personal de limpieza. La dotación podría llegar y desaparece, pero muy cerca se pueden conseguir y comprar los productos a precios astronómicos. La situación resulta más trágica en los países con gobiernos autoritarios, pues la nomenclatura goza de impunidad.

Abandonar a los países en desarrollo a su destino natural, bajo una perspectiva darwinista, y que sobreviva el más apto, no constituye la mejor decisión. Veamos el caso europeo, despreocuparse de los problemas sociales en África, en algunos casos utilizando el falso discurso del respeto de la soberanía o aprovechar los gobiernos autoritarios, ha estimulado migraciones que presionan permanentemente sus países y es un tema de discordia a nivel comunitario.

Si la pandemia incrementa la pobreza, como está ocurriendo, la ecuación implica que se incrementaran las migraciones, sin importar los muros, de múltiples formas llegaran. En este complejo problema todos tienen una cuota de responsabilidad. El incremento de la pobreza supone una bomba de tiempo en múltiples sentidos, es migración segura, pero también estimula delincuencia y violencia.

Algunos países en desarrollo han tratado de estructurar políticas que estimulen la estabilidad económica, la apertura del mercado, la atracción de inversiones; pero, no contaban con las devastadoras consecuencias de la pandemia. Dejarlos solos que enfrenten sus propias consecuencias, es la garantía de una mayor inestabilidad a escala mundial. En tal sentido, urge que los gobiernos democráticos coordinen, con el apoyo de múltiples instituciones, un ambicioso programa de auxilio financiero y de transformación económica, bien controlado y administrado; algo así como un nuevo Plan Marshall para enfrentar la pobreza mundial que se multiplica con la pandemia del coronavirus.


Foto extraída de: https://blogs.iadb.org/transporte/es/plan-marshall-2020-si-hay-que-reconstruir-el-mundo-hagamoslo-bien/


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